Lo volvió a hacer. Cerca de dos años después de su anterior presentación en Los Ángeles, que se produjo en el Hollywood Bowl, Rubén Blades ofreció otro concierto memorable en nuestra ciudad. Y, una vez más, el tiempo le quedó corto.
Con más de cinco décadas de carrera y más de cuarenta producciones discográficas en su haber, el maestro panameño tiene un repertorio de canciones tan amplio que podría ofrecer sesiones interminables de música en vivo. Tal y como están las cosas, sus shows actuales duran cerca de tres horas; pero no incluyen ni siquiera tantos temas, debido a una razón muy simple: este es un señor al que le gusta mucho hablar.
El domingo pasado, en la tarima del Peacock Theater, justificó esta tendencia al decir que, “si no quiero que hablen, me quedo en la casa escuchando el disco”. No le falta razón, claro, aunque eso impide que su audiencia pueda disfrutar de más canciones suyas al ir a verlo, como sucedió en el recinto ubicado en el complejo LA Live, donde los trámites no pueden prolongarse después de las 10 y 30 de la noche, lo que significó que los asistentes se quedaron sin poder apreciar algunos de los temas que habían interpretados en otras fechas de la mini gira estadounidense.
Sucede también, claro, que es absurdo que una ciudad con la reputación de Los Ángeles en términos de entretenimiento y de vida nocturna imponga cierres tan apretados, como lo resultó igualmente el hecho de que, en cierto momento, un guardia de seguridad se acercara a la chica que se encontraba bailando delante de nosotros para pedirle que se sentara porque “la gente se estaba quejando”.
Como lo dijimos en nuestra anterior reseña, lo que hace Blades no es siempre movido ni festivo; pero su música se inclina frecuentemente hacia la salsa dura, es decir, un género que amerita definitivamente el movimiento, por lo que restringirlo durante una de sus presentaciones, o pretender que todo el mundo se quede sentado mientras estas se desarrollan, es una exigencia absurda que debería aplicarse solo en eventos de otra clase.
El problema se incrementa porque el Peacock Theater no es un auditorio habilitado con una zona sin asientos, es decir, una circunstancia que se dio también en el Dolby Theater durante el show antepasado del mismo cantante. Habría que preguntarse entonces si lo que sucede en estos casos es que los organizadores optan directamente por esta clase de recintos inapropiados para los menesteres de sus artistas -pensando quizás sobre todo en las personas de la tercera edad que no se quieren parar- o si, simplemente, se enfrentan a una escasez de espacios adecuados en la urbe que nos alberga.
Esta clase de circunstancias no incentivan los intentos naturales que los músicos de cierta edad hacen para llegar al público joven, lo que es una pena porque Blades, por ejemplo, tiene ahora mismo entre manos un nuevo álbum llamado “Fotografías” que alude a temáticas de urgente actualidad, y que fue de hecho incorporado al repertorio de la velada con la inclusión de al menos tres temas.
Sea como sea, el teatro angelino no se encontró precisamente lleno, aunque, en ese sentido, se podrían hacer también diversas especulaciones, relacionadas tanto a un fin de semana largo que encontraba a muchos residentes de la ciudad en otros terrenos como al hecho de que muchas personas indocumentadas están quedándose en sus casas como respuesta a las constantes redadas de los agentes de inmigracion que se vienen produciendo.
Tampoco se trata, claro, de que vayamos a cambiar los hábitos del público local con lo que escribimos; a fin de cuentas, L.A. es conocido por la tibieza de sus audiencias, acostumbradas a un efluvio constante de estrellas y, por lo tanto, afectadas en su capacidad de deslumbramiento. Pero lo cierto es que, en el plano musical y propositivo, hubo muchos momentos dignos de deslumbramiento en el concierto de Blades.
Como ya lo dijimos, el nuevo disco se hizo presente, y esto nos ofreció la oportunidad de apreciar por primera vez en vivo “Emigrantes”, una salsa de tiempo medio que celebra los esfuerzos de quienes han tenido que dejar sus países por necesidad, “obligado[s] cuando la justicia muere, por la corrupción, el odio y la maldad”.
No estamos probablemente ante una composición que se volverá emblemática, pero sí una que resulta absolutamente apropiada para los tiempos que vivimos, más allá de que su autor no haya aprovechado la oportunidad para decir algunas palabras acerca del desempeño de cierto mandatario de alto vuelo al que si se ha dirigido ampliamente en el blog que inserta en su página oficial.
En ese sentido, hubiera sido también interesante escuchar “Desapariciones”, una pieza de mediados de los ‘90 que, aplicada al presente, adquiere connotaciones particularmente siniestras, pero que ha brillado por su ausencia en los conciertos del maestro a los que hemos asistido durante los últimos años.
De todos modos, el centroamericano se esmeró en abrir fuegos de manera explosiva, interpretando dos de sus mayores éxitos -“Plástico” y “Decisiones”- en los primeros minutos de actuación, marcados desde ya por originales proyecciones de video en las que se empleaba la animación. Y los conocedores tuvieron que haberse sentido complacidos desde que se escucharon las primeras notas de “Las calles”, esa célebre canción del 2009 que tiene pinta de son relajado, pero que posee una letra con profundo espíritu de barrio.
Fue justamente al presentarla que Blades se enfrascó en uno de esos prolongados monólogos que lo distinguen, mezclando datos autobiográficos con apreciaciones sociales sobre los “barrios serios” a los que alude el tema, y rematando el asunto con una especie de proverbio que le dijo su abuela: “Pobre es el que no tiene nada en el corazón y en el alma”.
Más adelante, lanzó certeras afirmaciones sobre el modo responsable en que ha manejado su carrera, al decir frases como “Yo no pago payola” (para diferenciarse de los que lo hacen) y “La plata no me la metí por la nariz” (en referencia a los cocainómanos que no han faltado en la escena).
Tampoco faltaron la cadenciosa “Ligia Elena”, un apacible son que condena los prejuicios sociales y el racismo; “Maria Lionza”, un corte inspirado en el folclor venezolano que Blades aprovechó para hablar de su (mala) relación con Diosdado Cabello, Ministro de Relaciones de Venezuela; “Paula C”, un inspirado tema de desamor; “El cantante”, la salsa inmortal de su autoría que fue inmortalizada por Hector Lavoe; y, por supuesto, “Pedro Navaja”, una de las obras más creativas, vivenciales y entretenidas del género afroantillano.
Cerca del final, los músicos de Roberto Delgado & Orquesta, la agrupación que lo ha venido acompañando desde 1996, empezaron a tocar directamente las canciones sin darle tiempo a hablar, conscientes de que se les venía encima el ‘curfew’ y de que no habían interpretado todavía algunos clásicos esenciales.
Más allá de las premuras, la misma agrupación hizo constantemente gala de un nivel de maestría instrumental que se manifestó no solo a nivel general, mientras imponía un sonido contundente y absolutamente coordinado, sino también en los numerosos solos que se filtraron por aquí y por allá.
Y Blades, a punto de cumplir los 77 años, se mantuvo no sólo activo en la tarima, bailando y tocando las maracas, sino que, en el plano vocal, hizo gala de una potencia y de una versatilidad que desafiaron con descaro el implacable paso del tiempo.
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